Vamos adelante a fuerza de empujes, con fatigas y sin grandes progresos. La presente fiesta de Pentecostés debiera ayudarnos a descubrir el motor, y cómo poner en marcha la presencia del Espíritu en nuestra vida.
En la primera lectura, se habla de la venida del Espíritu Santo cincuenta días después de la pascua, en el fragmento del Evangelio Juan nos presenta a Jesús que en la misma tarde de pascua se aparece a los apóstoles y les concede el Espíritu. ¿Hay dos Pentecostés distintos? Los dos relatos no se excluyen sino que se integran. Lucas, que ve al Espíritu como principio de unidad y de universalidad de la Iglesia y como potencia para la misión, da relieve a la manifestación del Espíritu Santo, la que tuvo lugar cincuenta días después de la Pascua en presencia de distintos pueblos y lenguas. Juan, que ve al Espíritu como el principio de la nueva vida, surgida de la muerte de Cristo, subraya la primera manifestación de lo que tuvo lugar el mismo día de Pascua. Podemos decir que Juan nos dice de dónde viene el Espíritu: del costado traspasado del Salvador; Lucas nos dice a dónde lleva el Espíritu: hasta los confines de la tierra.
¿Qué significa que el Espíritu Santo venga sobre la Iglesia el mismo día en que Israel celebra la fiesta de la alianza y la ley? Es para indicar que el Espíritu Santo es la nueva ley, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza, y que consagra al pueblo real y sacerdotal que es la Iglesia. Una ley escrita ya no en tablas de piedra, sino sobre tablas de carne que son los corazones de los hombres.
En la primera lectura, se habla de la venida del Espíritu Santo cincuenta días después de la pascua, en el fragmento del Evangelio Juan nos presenta a Jesús que en la misma tarde de pascua se aparece a los apóstoles y les concede el Espíritu. ¿Hay dos Pentecostés distintos? Los dos relatos no se excluyen sino que se integran. Lucas, que ve al Espíritu como principio de unidad y de universalidad de la Iglesia y como potencia para la misión, da relieve a la manifestación del Espíritu Santo, la que tuvo lugar cincuenta días después de la Pascua en presencia de distintos pueblos y lenguas. Juan, que ve al Espíritu como el principio de la nueva vida, surgida de la muerte de Cristo, subraya la primera manifestación de lo que tuvo lugar el mismo día de Pascua. Podemos decir que Juan nos dice de dónde viene el Espíritu: del costado traspasado del Salvador; Lucas nos dice a dónde lleva el Espíritu: hasta los confines de la tierra.
¿Qué significa que el Espíritu Santo venga sobre la Iglesia el mismo día en que Israel celebra la fiesta de la alianza y la ley? Es para indicar que el Espíritu Santo es la nueva ley, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza, y que consagra al pueblo real y sacerdotal que es la Iglesia. Una ley escrita ya no en tablas de piedra, sino sobre tablas de carne que son los corazones de los hombres.
¿Quién no permanecería impresionado, escribe san Agustín, por esta coincidencia y a la vez por esta diferencia? Cincuenta días se cuentan desde la celebración de la Pascua en Egipto hasta el día en que Moisés recibió la ley en las tablas escritas con el dedo de Dios; semejantemente, cumplido los cincuenta días de la inmolación del cordero, que es Cristo, el Espíritu Santo llenó de sí a los fieles reunidos juntos.
¿Nosotros vivimos bajo la ley vieja o bajo la nueva ley? ¿cumplimos nuestros deberes religiosos, por obligación, por temor o por costumbre? ¿o por el contrario con íntima convicción y casi por atracción? ¿sentimos a Dios como Padre o como jefe?
De la tristeza a la alegría
Para los discípulos habían sido tres años intensos de convivencia con Jesús. Dialogaron con Él, escucharon su predicación, presenciaron sus gestos, asistieron a sus milagros, compartieron ilusiones y desilusiones, le vieron orar, y al final, después de haber cenado juntos, se dispersaron. Humanamente hablando, todo había sido una bella historia de amistad y descubrimientos mutuos. Ahora todo les hacía pensar que había sido una aventura truncada por la muerte. De hecho, les costó creer a las mujeres y a los de Emaús, cuando les dijeron que habían visto resucitado al Señor. Cuando estamos tristes nos cuesta ver fuera de nosotros mismos. En la memoria dolorida de los discípulos no había lugar para la esperanza, solo para la tristeza y el miedo. Y cerraron las puertas. De pronto, la suerte cambia. El Resucitado se hace presente en medio de ellos. Comprende su turbación. Les desea paz. Les encomienda perdonarse unos a otros su desaliento y falta de fe. Y ellos se llenan de alegría. Posiblemente entendieron en ese momento las palabras de Jesús cuando les había anunciado su muerte de cruz. Y entendieron que en la vida de un seguidor de Jesús debe primar la alegría, porque Él está con nosotros, siempre y en toda ocasión, hasta el final de los siglos. No hay lugar para el miedo. Hay que abrir las puertas porque fuera de nuestra casa hay muchas personas que aún esperan palabras de vida. ¿Es nuestra Iglesia cerrada sobre sí misma? ¿Contemplamos lo que nos rodea como una realidad amenazante?
Para los discípulos habían sido tres años intensos de convivencia con Jesús. Dialogaron con Él, escucharon su predicación, presenciaron sus gestos, asistieron a sus milagros, compartieron ilusiones y desilusiones, le vieron orar, y al final, después de haber cenado juntos, se dispersaron. Humanamente hablando, todo había sido una bella historia de amistad y descubrimientos mutuos. Ahora todo les hacía pensar que había sido una aventura truncada por la muerte. De hecho, les costó creer a las mujeres y a los de Emaús, cuando les dijeron que habían visto resucitado al Señor. Cuando estamos tristes nos cuesta ver fuera de nosotros mismos. En la memoria dolorida de los discípulos no había lugar para la esperanza, solo para la tristeza y el miedo. Y cerraron las puertas. De pronto, la suerte cambia. El Resucitado se hace presente en medio de ellos. Comprende su turbación. Les desea paz. Les encomienda perdonarse unos a otros su desaliento y falta de fe. Y ellos se llenan de alegría. Posiblemente entendieron en ese momento las palabras de Jesús cuando les había anunciado su muerte de cruz. Y entendieron que en la vida de un seguidor de Jesús debe primar la alegría, porque Él está con nosotros, siempre y en toda ocasión, hasta el final de los siglos. No hay lugar para el miedo. Hay que abrir las puertas porque fuera de nuestra casa hay muchas personas que aún esperan palabras de vida. ¿Es nuestra Iglesia cerrada sobre sí misma? ¿Contemplamos lo que nos rodea como una realidad amenazante?
Sopló sobre ellos y les dio su Espíritu (Jn 20, 22)
Jesús les había prometido que no les dejaría solos: Él pediría al Padre que les enviara al Espíritu para que estuviese siempre con ellos. Es el Espíritu que crea y da vida, el Espíritu de la verdad, el Espíritu que consuela y que impulsa, el que renueva la faz de la tierra y los corazones de todos los humanos. Es el Espíritu que nos mueve a reconocer a Jesús como Señor.
Jesús actúa presentándose ante ellos y mostrandoles las manos y el costado. Las heridas siguen estando presentes en el resucitado, como lo están en nuestra vida y en nuestro mundo. La resurrección no borra los sinsentidos de la historia ni las oscuridades en nuestro camino de seguimiento. Jesús habla deseando la paz a aquellos que tienen miedo. La paz es lo contrario al miedo. La paz supone apertura al mundo.
Comunica a cada uno de nosotros el sentido que encierra el misterio de Jesús. Es el Espíritu que nos transforma interiormente y nos hace dignos y capaces de continuar su historia en nuestra historia. Son los dones y frutos del Espíritu que hemos aprendido en la tradición de nuestra Iglesia, las acciones de Dios en nuestras personas, que somos su templo, para vivir con sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de ofenderle. Un conjunto de actitudes que tienen como trasfondo el amor.
En la liturgia de hoy, la secuencia canta todas esas acciones de Dios en nuestras vidas. Nos hará mucho bien como cristianos recordar esa bellísima pieza y experimentar cada día el amor benévolo y cuidadoso del Dios padre del pobre (¿quién de nosotros no lo es de algún modo?) que nos otorga perdón, consuelo, descanso, gozo; y que nos cura de la indiferencia hacia los otros, de la insensibilidad ante la dolencia y la necesidad ajenas, de tanta puerta cerrada a lo nuevo y desconocido.
El Espíritu da en nuestro interior testimonio de nuestra auténtica y radical condición: somos hijos de Dios. Es el Espíritu quien le acerca y le une a las circunstancias concretas de nuestra vida y nuestro mundo. Estamos llamados a ser perfectos, como lo es el Padre. A ser santos, como Jesús es santo. No tenemos otro modelo de perfección y santidad que la persona de Jesús: sus valores, sus apuestas y su entrega sin condiciones. Una vida en la fe y una responsabilidad en el amor en las que nadie nos sustituye.
Jesús les había prometido que no les dejaría solos: Él pediría al Padre que les enviara al Espíritu para que estuviese siempre con ellos. Es el Espíritu que crea y da vida, el Espíritu de la verdad, el Espíritu que consuela y que impulsa, el que renueva la faz de la tierra y los corazones de todos los humanos. Es el Espíritu que nos mueve a reconocer a Jesús como Señor.
Jesús actúa presentándose ante ellos y mostrandoles las manos y el costado. Las heridas siguen estando presentes en el resucitado, como lo están en nuestra vida y en nuestro mundo. La resurrección no borra los sinsentidos de la historia ni las oscuridades en nuestro camino de seguimiento. Jesús habla deseando la paz a aquellos que tienen miedo. La paz es lo contrario al miedo. La paz supone apertura al mundo.
Comunica a cada uno de nosotros el sentido que encierra el misterio de Jesús. Es el Espíritu que nos transforma interiormente y nos hace dignos y capaces de continuar su historia en nuestra historia. Son los dones y frutos del Espíritu que hemos aprendido en la tradición de nuestra Iglesia, las acciones de Dios en nuestras personas, que somos su templo, para vivir con sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de ofenderle. Un conjunto de actitudes que tienen como trasfondo el amor.
En la liturgia de hoy, la secuencia canta todas esas acciones de Dios en nuestras vidas. Nos hará mucho bien como cristianos recordar esa bellísima pieza y experimentar cada día el amor benévolo y cuidadoso del Dios padre del pobre (¿quién de nosotros no lo es de algún modo?) que nos otorga perdón, consuelo, descanso, gozo; y que nos cura de la indiferencia hacia los otros, de la insensibilidad ante la dolencia y la necesidad ajenas, de tanta puerta cerrada a lo nuevo y desconocido.
El Espíritu da en nuestro interior testimonio de nuestra auténtica y radical condición: somos hijos de Dios. Es el Espíritu quien le acerca y le une a las circunstancias concretas de nuestra vida y nuestro mundo. Estamos llamados a ser perfectos, como lo es el Padre. A ser santos, como Jesús es santo. No tenemos otro modelo de perfección y santidad que la persona de Jesús: sus valores, sus apuestas y su entrega sin condiciones. Una vida en la fe y una responsabilidad en el amor en las que nadie nos sustituye.
En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común (I Cor 12,7)
Sin embargo, el Espíritu no es derramado en nosotros como un don individual. El santo cristiano no es un asceta ni un místico solitario. El Espíritu anima a la comunidad cristiana, a la Iglesia enviada como Jesús al mundo para un servicio de amor.
El relato de los Hechos sobre lo que significó este día para los primeros cristianos es elocuente y está plagado de signos del vigor con el que el Espíritu se manifestó: el ruido del cielo, el viento recio, las llamaradas de fuego que se posaban en cada uno de ellos. Son signos de que la presencia prometida del Espíritu pone en marcha decididamente y con audacia alguno nuevo.
Hay tres acentos muy propios de este día. Uno primero: que las puertas de la casa se abrieron para que las maravillas de Dios sean oídas por todos. La Iglesia nace evangelizando. La evangelización es su denominación de origen. La Iglesia no se tiene como finalidad a sí misma, sino al mundo, donde se abre paso el Reino por la presencia activa del Resucitado. La Iglesia no es una organización sin más, sino el cuerpo de Cristo animado por el Espíritu. Se ha dicho que: “Sin el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, mera organización más; la misión, simple propaganda; el culto, una evocación mágica; la moral, una disciplina de esclavos”.
En segundo lugar, que en esa comunidad nueva, cada uno conserva su personalidad y sus dones. La riqueza de la Iglesia es la riqueza de sus miembros. No todos hacemos lo mismo, ni pensamos o sentimos por igual, pero todos servimos a lo mismo. Pablo nos decía en su carta a los Corintios que: “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. Esto exige el respeto de cada uno al don de los otros, sin recelos, envidias, imposiciones o avasallamientos. La pluralidad interna de la Iglesia no es una amenaza, sino un obsequio de Dios. La unidad, tampoco en esto, es uniformidad.
Por último, la comunidad de Hechos es una comunidad que se hace entender en diversas lenguas. La lengua expresa un modo de ser. Ninguna de ellas puede erigirse en vehículo privilegiado y único de evangelización. La Iglesia es una comunidad enviada a todos los pueblos y a todas las culturas. La evangelización no es tanto un ejercicio de elocuencia, para convencer de lo nuestro, cuanto de humildad dialogante, para avanzar con todos. Todo un programa para una Iglesia, la nuestra, necesitada de un renovado espíritu evangelizador que la saque de sus pequeñas y altivas seguridades y la resitúe en el mundo al que ha sido enviado por amor.
Sin embargo, el Espíritu no es derramado en nosotros como un don individual. El santo cristiano no es un asceta ni un místico solitario. El Espíritu anima a la comunidad cristiana, a la Iglesia enviada como Jesús al mundo para un servicio de amor.
El relato de los Hechos sobre lo que significó este día para los primeros cristianos es elocuente y está plagado de signos del vigor con el que el Espíritu se manifestó: el ruido del cielo, el viento recio, las llamaradas de fuego que se posaban en cada uno de ellos. Son signos de que la presencia prometida del Espíritu pone en marcha decididamente y con audacia alguno nuevo.
Hay tres acentos muy propios de este día. Uno primero: que las puertas de la casa se abrieron para que las maravillas de Dios sean oídas por todos. La Iglesia nace evangelizando. La evangelización es su denominación de origen. La Iglesia no se tiene como finalidad a sí misma, sino al mundo, donde se abre paso el Reino por la presencia activa del Resucitado. La Iglesia no es una organización sin más, sino el cuerpo de Cristo animado por el Espíritu. Se ha dicho que: “Sin el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, mera organización más; la misión, simple propaganda; el culto, una evocación mágica; la moral, una disciplina de esclavos”.
En segundo lugar, que en esa comunidad nueva, cada uno conserva su personalidad y sus dones. La riqueza de la Iglesia es la riqueza de sus miembros. No todos hacemos lo mismo, ni pensamos o sentimos por igual, pero todos servimos a lo mismo. Pablo nos decía en su carta a los Corintios que: “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. Esto exige el respeto de cada uno al don de los otros, sin recelos, envidias, imposiciones o avasallamientos. La pluralidad interna de la Iglesia no es una amenaza, sino un obsequio de Dios. La unidad, tampoco en esto, es uniformidad.
Por último, la comunidad de Hechos es una comunidad que se hace entender en diversas lenguas. La lengua expresa un modo de ser. Ninguna de ellas puede erigirse en vehículo privilegiado y único de evangelización. La Iglesia es una comunidad enviada a todos los pueblos y a todas las culturas. La evangelización no es tanto un ejercicio de elocuencia, para convencer de lo nuestro, cuanto de humildad dialogante, para avanzar con todos. Todo un programa para una Iglesia, la nuestra, necesitada de un renovado espíritu evangelizador que la saque de sus pequeñas y altivas seguridades y la resitúe en el mundo al que ha sido enviado por amor.
A comienzos de siglo, una familia emigra a los EE.UU. Lleva consigo el alimento para el viaje, pan y queso, no teniendo ya más dinero para poder pagar el restaurante. Pero, con el pasar de los días y de las semanas, el pan llega a estar duro y el queso mohoso. El hijo ya no puede aguantar más y no hace más que llorar, los padres le dan unas monedillas para que coma en un restaurante. El hijo va come y vuelve llorando. ¿lo hemos gastado todo y tú vuelves llorando? Lloró porque en el precio del viaje estaba incluida la comida del restaurante y nosotros hemos estado comiendo pan y queso.
Muchos cristianos hacen la travesía de la vida a pan y queso, sin alegría sin entusiasmo, cuando podrían tener cada día todo el bien de Dios, la certeza de su amor, la a valentía de su palabra, la alegría de la experiencia del Espíritu, la comunión con los hermanos, todo resumido y ofrecido para nosotros en el banquete eucaristíco.