El tema de este domingo para nuestra reflexión es la oración.
En las lecturas de hoy encontramos un texto de San Pablo, que nos permite afrontar este tema de la oración:
“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, que el Espíritu mismo intercede por nosotros...”
Si pudiésemos descubrir qué nos dice el Espíritu, habríamos descubierto el secreto de la oración. El Espíritu que ruega por nosotros secretamente es el mismo Espíritu, que ha rogado para clarificar los símbolos de la Escritura. Él que ha inspirado las Escrituras, también ha inspirado las oraciones, que leemos en las Escrituras.
Todo lo que el cristiano deber hacer para aprender a rezar, es ir a la escuela de oración en la Biblia.
Si descubrimos cómo el Espiritu Santo oraba en Jesús, hemos descubierto como ora en nosotros, porque él continúa en nosotros la oración de Cristo.
La oración del cristiano no es mas que la voz de la oración de Jesús, que atraviesa los siglos, y que desde la cabeza se propaga a los miembros.
Nosotros sabemos cómo oraba Jesús. Todas sus oraciones comienzan con el grito al Padre: Abba, y encuentran en él su fuente.
La oración cristiana es el grito o el diálogo del hijo con el padre, es por lo tanto, libre, confiada, sin complejos. El Espíritu infunde en el creyente el sentimiento de ser un hijo amado por Dios. La persona percibe que Dios es grande, poderoso, omnipotente. Por eso ya no le tiene miedo. Padre nuestro que estás en el cielo... es percibido, al mismo tiempo, como altísimo y muy cercano y transcendente.
Este sentimiento tan fuerte no dura mucho. Viene pronto el tiempo en el que decimos “Padre nuestro” sin sentir nada de particular, pensando que gritamos al vacío. Es el momento de recordar que no estamos solos para orar, que Espíritu ruega por nosotros
¿Qué feliz estará nuestro Padre, cuando nos escuche hablarle?
La fuente de la oración, la hemos recibido del Espíritu Santo, y por nuestro bautismo ha sido derramada en nuestros corazones. El cristiano no sólo ha recibido el mandato de orar sino que también ha recibido el don y la posibilidad de orar.
Hay personas que van lejos para aprender a orar. Pensad que si eres bautizado y creyente en Cristo, bastaría liberar tu corazón del activismo y permitir que la buena semilla sembrada, como decíamos el domingo pasado pueda crecer.
La oración es un respiro del alma. Muchas veces nos agobiamos, porque no sabemos como orar. ¿Que hacemos, desesperarnos o rendirnos? Nos dice el Concilio de Trento: “Dios, dándote la gracia, te manda hacer lo que puedas y pedir lo que no puedes”
Muchas personas le ha cambiado la vida, el incluir en su horario diario, un tiempo para la oración, igual que tenemos tiempo para trabajar, ocio...
Piensa que tiempo puedes dedicar a la oración e inclúyela en tu horario diario.
2. Luces y sombras
Todos tenemos una determinada percepción del mundo y de la Iglesia. Miramos la realidad actual y quedamos sobrecogidos por la presencia y fuerza del mal. Vivimos además un clima de condenas y exclusiones, de intolerancias y fundamentalismos. Leamos las noticias de cualquier día de esta semana. Las noticias de crímenes, abusos, mafias, escándalos y contaminación se propagan como virus que saltan todas las fronteras e inundan las conciencias y la vida social. Las vidas de las personas entregadas en hacer un mundo más humano apenas salen a la luz ni despiertan la atención de la gente. A veces pensamos que los demás son malos, ¿lo son de verdad? ¿Por qué? ¿Nos hemos equivocado alguna vez?
Trigo y cizaña
Creemos ser realistas cuando nos sumamos al coro de los lamentos y derrotismos. Tal vez deseamos que nuestra sociedad y nuestra iglesia cambien de una vez a mejor. Tal vez intentamos aportar algo para que sea así, pero fácilmente se nos olvida que somos parte de esa realidad y que también crecen juntos en nuestro campo el trigo y la cizaña; no fuera, sino dentro de nosotros. Cuando miramos el mal fuera de nosotros queremos ser justos, pero es muy fácil que, queriendo acabar con el mal, deseemos lo mismo para el que lo hace. En nuestro propio corazón crece la cizaña que amenaza con ahogar el trigo bueno de cada día.
En esta situación nos volvemos a la Palabra con la que hoy Dios nos ilumina. El Reino de Dios se hace presente en la ambigüedad de la historia. En la parábola Jesús nos enseña algo fundamental: mientras que los criados están dispuestos acabar con la cizaña del campo de una vez y sin rodeos, el amo los anima a ser pacientes, tolerantes y no excluyentes. Quizá pensamos que no es todo lo justo y radical que debiera. También somos tentados a cortar el mal de raíz, a echar lejos de nosotros al disidente. Muchos cristianos cedemos a la vieja tentación de pretender separar el trigo de la cizaña. «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» ¿Es fácil vivir entre gente buena, mala y regular? ¿Quienes son cizaña para mí?
Inclusión e intransigencia
«Dejad que ambas semillas crezcan juntas» hasta el final. Es sorprendente cómo nos propone Jesús el juicio de Dios como único horizonte de todo juicio humano. En sus manos están los pesos y medidas del bien y del mal. El nuestro puede estar equivocado y ser precipitado. Mientras llega el momento final hay tiempo para la misericordia y el perdón. Frente a maniqueos y puritanos, jueces e impacientes, Él es paciente: «paciente y misericordioso, lento a la colera y rico en clemencia». Con una advertencia: «la medida que uséis la usarán con vosotros.»
Lo germinal es pequeño y oculto
La segunda y tercera parábola, del grano de mostaza y de la levadura, iluminan en la misma dirección la dinámica del reino de Dios. Ambas ponen de relieve el contraste que existe entre la situación inicial y el resultado final; dos cosas pequeñas de las que no cabría esperar un efecto tan grande. Como la semilla y levadura, el reino de Dios que ha comenzado ya con la vida y obras de Jesús tiene una apariencia insignificante, pero lleva dentro de sí la fuerza que puede transformar la historia. Así es el desarrollo del reino: lento y débil, escondido y lejos de las grandes inversiones sociales, sin relevancia aparente pero capaz de darle la vuelta a la vida entera. Cuando oramos “¡Venga a nosotros tu reino!”, quizás suspiramos todavía por una llegada arrolladora. Para nuestra desazón y a veces para nuestro escándalo, lo que palpamos del reino de Dios es debilidad y riesgo.
Trabajadores por el reino
Las dos parábolas nos invitan a una actitud de confianza, pero también de trabajo serio, como el que siembra o como el que amasa: «Se parece a un hombre que sembró…, se parece a una mujer que mezcla y amasa». La semilla no brota sola ni la levadura se hace y se mezcla por su cuenta. Se necesita un trabajo bien hecho: preparar, sembrar, cuidar, mezclar, acoger, pero con paz y paciencia, en espera confiada. Sin olvidar la humildad de lo primero, busquemos con pasión la promesa de lo segundo.
Preguntas: - ¿En qué me dejo llevar por los lamentos y el derrotismo? - ¿Alimento sentimientos de intolerancia y condena? - ¿Me siento llamado a ser humilde sembrador del evangelio de la paz?
En las lecturas de hoy encontramos un texto de San Pablo, que nos permite afrontar este tema de la oración:
“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, que el Espíritu mismo intercede por nosotros...”
Si pudiésemos descubrir qué nos dice el Espíritu, habríamos descubierto el secreto de la oración. El Espíritu que ruega por nosotros secretamente es el mismo Espíritu, que ha rogado para clarificar los símbolos de la Escritura. Él que ha inspirado las Escrituras, también ha inspirado las oraciones, que leemos en las Escrituras.
Todo lo que el cristiano deber hacer para aprender a rezar, es ir a la escuela de oración en la Biblia.
Si descubrimos cómo el Espiritu Santo oraba en Jesús, hemos descubierto como ora en nosotros, porque él continúa en nosotros la oración de Cristo.
La oración del cristiano no es mas que la voz de la oración de Jesús, que atraviesa los siglos, y que desde la cabeza se propaga a los miembros.
Nosotros sabemos cómo oraba Jesús. Todas sus oraciones comienzan con el grito al Padre: Abba, y encuentran en él su fuente.
La oración cristiana es el grito o el diálogo del hijo con el padre, es por lo tanto, libre, confiada, sin complejos. El Espíritu infunde en el creyente el sentimiento de ser un hijo amado por Dios. La persona percibe que Dios es grande, poderoso, omnipotente. Por eso ya no le tiene miedo. Padre nuestro que estás en el cielo... es percibido, al mismo tiempo, como altísimo y muy cercano y transcendente.
Este sentimiento tan fuerte no dura mucho. Viene pronto el tiempo en el que decimos “Padre nuestro” sin sentir nada de particular, pensando que gritamos al vacío. Es el momento de recordar que no estamos solos para orar, que Espíritu ruega por nosotros
¿Qué feliz estará nuestro Padre, cuando nos escuche hablarle?
La fuente de la oración, la hemos recibido del Espíritu Santo, y por nuestro bautismo ha sido derramada en nuestros corazones. El cristiano no sólo ha recibido el mandato de orar sino que también ha recibido el don y la posibilidad de orar.
Hay personas que van lejos para aprender a orar. Pensad que si eres bautizado y creyente en Cristo, bastaría liberar tu corazón del activismo y permitir que la buena semilla sembrada, como decíamos el domingo pasado pueda crecer.
La oración es un respiro del alma. Muchas veces nos agobiamos, porque no sabemos como orar. ¿Que hacemos, desesperarnos o rendirnos? Nos dice el Concilio de Trento: “Dios, dándote la gracia, te manda hacer lo que puedas y pedir lo que no puedes”
Muchas personas le ha cambiado la vida, el incluir en su horario diario, un tiempo para la oración, igual que tenemos tiempo para trabajar, ocio...
Piensa que tiempo puedes dedicar a la oración e inclúyela en tu horario diario.
2. Luces y sombras
Todos tenemos una determinada percepción del mundo y de la Iglesia. Miramos la realidad actual y quedamos sobrecogidos por la presencia y fuerza del mal. Vivimos además un clima de condenas y exclusiones, de intolerancias y fundamentalismos. Leamos las noticias de cualquier día de esta semana. Las noticias de crímenes, abusos, mafias, escándalos y contaminación se propagan como virus que saltan todas las fronteras e inundan las conciencias y la vida social. Las vidas de las personas entregadas en hacer un mundo más humano apenas salen a la luz ni despiertan la atención de la gente. A veces pensamos que los demás son malos, ¿lo son de verdad? ¿Por qué? ¿Nos hemos equivocado alguna vez?
Trigo y cizaña
Creemos ser realistas cuando nos sumamos al coro de los lamentos y derrotismos. Tal vez deseamos que nuestra sociedad y nuestra iglesia cambien de una vez a mejor. Tal vez intentamos aportar algo para que sea así, pero fácilmente se nos olvida que somos parte de esa realidad y que también crecen juntos en nuestro campo el trigo y la cizaña; no fuera, sino dentro de nosotros. Cuando miramos el mal fuera de nosotros queremos ser justos, pero es muy fácil que, queriendo acabar con el mal, deseemos lo mismo para el que lo hace. En nuestro propio corazón crece la cizaña que amenaza con ahogar el trigo bueno de cada día.
En esta situación nos volvemos a la Palabra con la que hoy Dios nos ilumina. El Reino de Dios se hace presente en la ambigüedad de la historia. En la parábola Jesús nos enseña algo fundamental: mientras que los criados están dispuestos acabar con la cizaña del campo de una vez y sin rodeos, el amo los anima a ser pacientes, tolerantes y no excluyentes. Quizá pensamos que no es todo lo justo y radical que debiera. También somos tentados a cortar el mal de raíz, a echar lejos de nosotros al disidente. Muchos cristianos cedemos a la vieja tentación de pretender separar el trigo de la cizaña. «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» ¿Es fácil vivir entre gente buena, mala y regular? ¿Quienes son cizaña para mí?
Inclusión e intransigencia
«Dejad que ambas semillas crezcan juntas» hasta el final. Es sorprendente cómo nos propone Jesús el juicio de Dios como único horizonte de todo juicio humano. En sus manos están los pesos y medidas del bien y del mal. El nuestro puede estar equivocado y ser precipitado. Mientras llega el momento final hay tiempo para la misericordia y el perdón. Frente a maniqueos y puritanos, jueces e impacientes, Él es paciente: «paciente y misericordioso, lento a la colera y rico en clemencia». Con una advertencia: «la medida que uséis la usarán con vosotros.»
Lo germinal es pequeño y oculto
La segunda y tercera parábola, del grano de mostaza y de la levadura, iluminan en la misma dirección la dinámica del reino de Dios. Ambas ponen de relieve el contraste que existe entre la situación inicial y el resultado final; dos cosas pequeñas de las que no cabría esperar un efecto tan grande. Como la semilla y levadura, el reino de Dios que ha comenzado ya con la vida y obras de Jesús tiene una apariencia insignificante, pero lleva dentro de sí la fuerza que puede transformar la historia. Así es el desarrollo del reino: lento y débil, escondido y lejos de las grandes inversiones sociales, sin relevancia aparente pero capaz de darle la vuelta a la vida entera. Cuando oramos “¡Venga a nosotros tu reino!”, quizás suspiramos todavía por una llegada arrolladora. Para nuestra desazón y a veces para nuestro escándalo, lo que palpamos del reino de Dios es debilidad y riesgo.
Trabajadores por el reino
Las dos parábolas nos invitan a una actitud de confianza, pero también de trabajo serio, como el que siembra o como el que amasa: «Se parece a un hombre que sembró…, se parece a una mujer que mezcla y amasa». La semilla no brota sola ni la levadura se hace y se mezcla por su cuenta. Se necesita un trabajo bien hecho: preparar, sembrar, cuidar, mezclar, acoger, pero con paz y paciencia, en espera confiada. Sin olvidar la humildad de lo primero, busquemos con pasión la promesa de lo segundo.
Preguntas: - ¿En qué me dejo llevar por los lamentos y el derrotismo? - ¿Alimento sentimientos de intolerancia y condena? - ¿Me siento llamado a ser humilde sembrador del evangelio de la paz?