1.- ¿Tiene sentido la historia? ¿Y la vida humana? Contemplar el discurrir de las cosas en el escenario de la vida real produce escalofríos. Con frecuencia, nos sentimos débiles e impotentes. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? No es sencillo. Tampoco lo es para el creyente en el Dios de Jesús. Cuando se pasa mal, cuando lo pasamos mal: ¿dónde está Dios? ¿es compatible la fe en un Dios bueno y salvador con la desgracia, con el mal, con el sufrimiento de tanta gente y, sobre todo, con el de personas inocentes?
El dramatismo de estas preguntas nos ubican ante la situación que plantea la primera lectura en la persona de Job. El mal padecido injustamente le lleva a cuestionarse el sentido de las cosas. También el proceder de Dios. ¿Cómo no sentirse identificado con sus reflexiones? Sus preguntas son las de cualquier hombre angustiado y asediado por el dolor. Sus dificultades son también las nuestras. La Palabra de este domingo es valiente y nos coloca frente al misterio del mal y su difícil relación con la fe en Dios.
Lo interesante de las lecturas que se nos ofrecen en este domingo es que no intentan dar clases teóricas en torno al problema del dolor o del sufrimiento. Manifiestan con toda naturalidad la conexión de esa realidad con el Dios de la encarnación y, como consecuencia, con la misión eclesial.
La pista de esa conexión la hallamos en el evangelio. Jesús sale de la sinagoga y sana a cuantas personas encuentra en su camino. La primera la suegra de Simón, que le acoge en su casa. Después a las multitudes que acuden a la puerta (“curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios”). El Nazareno no especula ante el sufrimiento, sencillamente intenta aliviarlo o hacerlo desaparecer. Expresado en otros términos: el Dios revelado por Jesucristo no quiere que la gente padezca el mal. Por eso hace todo lo posible por evitarlo. La misión del Hijo de Dios, el servicio del Reino, es la prueba palmaria de este hecho. La palabra y la actuación del Maestro de Nazaret son, por así decirlo, una especie de cruzada contra el mal, sea cual sea su causa.
Es relevante subrayar que este camino práctico contra el mal de Jesús solo se entiende desde la experiencia de Dios. Y hay aquí un dato que no se debe olvidar. Jesús, antes de curar, viene del encuentro con Dios en la sinagoga (en la Palabra) y, después, se retira a solas a orar. Lo que Jesús dice o hace para romper la experiencia del dolor de los hermanos brota de su relación con Dios (con el Padre). La auténtica experiencia de Dios no aleja, sino que acerca al mundo del dolor.
En este sentido, el Dios de Jesús es un Dios compasivo y cercano que se identifica con el doliente y hace lo posible por amainar su dolor. Esta cercanía es fruto del amor y llega, como sabemos, hasta el extremo de cargar con el sufrimiento de los demás. Hay aquí una enseñanza a retener. Dios no quiere el mal, como el ser humano no quiere el mal. La única receta es el amor, vía práctica que lo combate en términos de caridad y cercanía, de entrega generosa y ofrecimiento, de asunción en la propia carne…
2. La universalidad de la lucha contra el mal de Jesús. Los discípulos encuentran a Jesús, que está en oración, y le dicen: “todo el mundo te busca”. Él responde: “Vámonos a otra parte para predicar también allí, que para eso he venido”. La misión del Maestro de Nazaret es una misión abierta. Tan abierta como los horizontes de lo humano y del mundo. Se trata de una misión universal. Ha de llegar a todos. Y esto porque el dolor y el mal, en la forma que sea, afectan a todos los hombres y mujeres del mundo.
En clara correspondencia, la universalidad de la misión de Jesús conecta con la misión de sus discípulos enviados al mundo entero, como él, a anunciar la buena noticia y a sanar a los enfermos. En la segunda lectura, Pablo da cuenta de ese ministerio, que es el que da sentido a su vida. Ministerio sostenido por la clave del amor y del servicio que brota del camino abierto por Jesucristo: “me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todos a todos para ganar, sea como sea, a a algunos. Y lo hago por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes”. En este sentido, la Iglesia, como dice el papa Francisco es (o ha de ser) “un hospital de campaña”, “una Iglesia samaritana”. Su labor es la de luchar con las armas del evangelio contra el mal.
¿Tiene sentido la vida si hay mal? Según lo que la Palabra nos enseña en este quinto domingo del tiempo ordinario, desde la fe en el Dios encarnado, el sentido de la vida es, con y por Jesús, a través de la palabra y la acción movidas por el amor, tratar de acabar con el mal y el sufrimiento. ¡Todo un desafío!
3.-“Atrapados en el tiempo”. Pensemos, por ejemplo, en un día laborable cualquiera: levantarse, trabajo o tareas de casa, las noticias del día, la comida, la compra, más trabajo, los niños o nietos, quizá alguna actividad, cena, un rato de lectura o televisión, y a la cama. Y al día siguiente, más de lo mismo.
La mayoría de los días son prácticamente “iguales” y así van pasando las semanas, los meses... y acabamos experimentado lo mismo que Job, y que hemos escuchado en la 1ª lectura: El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio, sus días son los de un jornalero. Como el esclavo… Mis días se consumen sin esperanza. Nos sentimos “atrapados en el tiempo” y sin que nuestra vida tenga una meta o sentido.
Pero la Palabra de Dios de este domingo nos indica cómo podemos romper, como cristianos, ese “bucle temporal” en el que podemos sentirnos inmersos. En el Evangelio hemos escuchado lo que sería un día cualquiera en la vida de Jesús: enseñanza, curaciones, atención a las personas... Es lo que se repetía más o menos cada día. Pero Jesús nos enseña cómo hacer que cada día sea único, que cada día sea diferente al anterior, que la actividad de cada día nos haga avanzar y tenga un sentido: Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.
Jesús, cada jornada, tenía su tiempo de oración, aunque tuviera que levantarse de madrugada para ello. Las cosas de cada día, la preocupación por los demás, no le impedían su encuentro a solas con el Padre. Y si tenía que madrugar para orar, lo hacía, porque necesitaba alimentar su relación con el Padre, porque así sabía que su acción de cada día tenía una dirección y un sentido porque estaba cumpliendo la voluntad del Padre.
Pero, aunque oremos, también podemos llegar a sentirnos “atrapados en el tiempo”, en el estancamiento y la pérdida de sentido, y nos surge la pregunta de san Pablo en la 2ª lectura: Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío… ¿cuál es la paga? La oración, como encuentro con Dios, nos debe llevar a descubrir la motivación, el sentido de nuestra actividad como discípulos y apóstoles: Precisamente dar a conocer el Evangelio, porque ése es el camino de la santidad. Esos días prácticamente “iguales” no son para sentirnos “atrapados en el tiempo”: cada día, da igual lo que hagamos, es una oportunidad para dar a conocer el Evangelio: Siendo libre… me he hecho esclavo. Me he hecho débil con los débiles. Me he hecho todo a todos… Cualquier actividad que hagamos un día cualquiera, si lo hacemos movidos desde nuestro encuentro con Dios, tiene sentido y nos hace avanzar porque hago todo esto por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes. Cuando anunciamos el Evangelio a otros, también nosotros nos beneficiamos de ese anuncio.
¿Me siento “atrapado en el tiempo”, sin avanzar ni crecer? ¿No encuentro sentido a mi actividad cotidiana? ¿Cuido mi encuentro con Dios, en la oración, en la Eucaristía, en la reconciliación, en la formación… aunque me suponga un esfuerzo? ¿Soy consciente de que cada día es una oportunidad para anunciar el Evangelio? ¿“Me hago todo a todos”, hago cercano y comprensible mi testimonio de fe? ¿Experimento que así yo también participo del Evangelio, que me hace bien?