Las lecturas de la liturgia de hoy culminan con el mensaje de las promesas de Dios para la humanidad, que se consumarán con la pasión, muerte y resurrección del Señor.
La Nueva Alianza de Dios que supera la Antigua Alianza con Israel para abrir la comprensión de que Dios cuida de toda la humanidad -yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo-, se manifiesta en el perdón y la misericordia -todos me conocerán cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados- que nos trae la entrega por amor de Jesús en su pasión y muerte –se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna-. La promesa de la salvación y la plenitud de Dios llega a su culmen con la cruz de Jesús.
La Nueva Alianza no hay que leerla como un cambio de parte de Dios en el que primero eligió a Israel y después abre su presencia de padre a toda la humanidad. Es más bien la comprensión, desde la experiencia de Jesús, que Dios siempre ha sido el Padre de todos, que nos busca, nos ama y desea nuestra plenitud humana. Israel en su historia fue capaz de descubrir las huellas de Dios pero su comprensión autorreferente de esa relación le limitó para descubrir el rostro y la gloria del Padre en el mensaje y la vida de Jesús de Nazaret.
Pasa pues la Nueva Alianza por una apertura de la comprensión de quién y cómo es Dios. Jeremías ya lo anunciaba en la primera lectura de hoy. Es a través del perdón, de la misericordia y del amor como se conoce el verdadero rostro de Dios. Ni solo en la ley ni solo en la historia, sino en lo que las sostiene y les da sentido: descubrir el rostro de Dios en cada experiencia de amor. En el amor se reconoce a Dios. Y eso es lo que transforma la vida de cada uno haciendo posible que el recorrido vital de cada ser humano se plenifique.
Pero el rostro de Dios a veces se nos esconde. Seguimos con categorías de comprensión de la divinidad de tipo humano: el poder, la majestad, la trascendencia, la gloria. Nos sigue costando entender que a Dios le vayan otros términos más en consonancia: abajamiento, sufrimiento, obediencia, lágrimas, gritos, angustia, sufrimiento. En la experiencia de Jesús de Nazaret –la carta a los Hebreos nos lo recuerda- no se muestra el dominio, sino la kénosis de la muerte. En la entrega hasta la muerte de Jesús es donde se reconoce a Dios, donde se ve su gloria, porque lo que mueve su entrega es el amor. Un amor que lleva a la muerte.
Quien se ama más a sí mismo que a los otros se pierde. Pero amar a los otros no es siempre algo fácil ni hermoso ni suave ni mullido. Amar, a veces, duele. Morir, duele. Amar y morir traen sufrimiento. Pero el miedo a sufrir no es freno para el amor en Jesús. Su testimonio de entrega es un testimonio para cada uno de nosotros de que amar exige mucha fortaleza. La de anteponer a los otros a uno mismo. La de escuchar a Dios –obedecer tiene su sentido etimológico en la escucha y el seguimiento- y seguir su presencia en la fe y la esperanza, en la confianza, de que aunque los caminos de Dios a veces nos resuenen incomprensibles, son los que nos traen la salvación verdadera, la plenitud real de nuestra vida.
Y en esos juegos tan paradójicos del evangelio, de Dios mismo diríamos, es precisamente donde el hombre ve muerte y dolor y sufrimiento, donde se muestra la verdadera gloria de Dios. Jesús es glorificado por el Padre precisamente en su entrega. Jesús es elevado –en la Cruz- a la gloria. El rostro, el nombre de Dios, se muestran en el rostro y el nombre de Jesús, en su amor. La gloria de Dios se muestra en la muerte por amor en cruz de Jesús.
En estos griegos que le piden a Felipe «ver» a Jesús se muestra precisamente eso. Para ver a Jesús hay que mirar a la cruz y a su entrega. Para ver a Dios hay que mirar el sentido de amor, de perdón, de misterio, que esconde la cruz. La cruz es un misterio de amor. El misterio de que en Jesús estamos toda la humanidad de todos los tiempos, el misterio de que en la cruz Jesús nos atrae a todos en su amor. Como el amor mismo es un misterio de entrega. El misterio del sufrimiento por amor.
2. Los griegos, dirigiéndose a Felipe: «¡Queremos ver a Jesús!». No piden un saber abstracto, ni una idea que sintetice todas las demás, ni una enseñanza ética que signifique un progreso, sino que piden un encuentro. No piden que se les hable del Señor, ni que se les recuerde lo que ha enseñado, lo bueno que es hacer su Voluntad, sino que quieren verlo a Él directamente.
«Queremos ver a Jesús». Lo concreto de esta petición recoge también la conmovedora oración del Salmo 50 – «Crea en mí, Señor, un corazón puro» –, con la cual el salmista, siendo consciente de su propio pecado y de la necesidad de que suceda «algo nuevo», que pueda cambiarlo interiormente, le pide a Dios que lo transforme, que lo recree, de manera que finalmente pueda ser «nuevo», vivo y libre, en la relación con Él.
«Queremos ver a Jesús». Esta novedad, esta vida y libertad que busca el salmista, el hombre no las puede conseguir con sus solas fuerzas, ni siquiera, paradójicamente, cumpliendo lo que es éticamente correcto. En efecto, incluso lo que es éticamente correcto, sin esa novedad, vida y libertad, al final resulta estéril y vacío. Solamente una actuación que no proviene de nosotros, sólo el don de un encuentro nos puede salvar.
«Queremos ver a Jesús». No está en nosotros decidir las circunstancias, la modalidad y la forma de este don. El hombre es incapaz de «decidir» qué lo salvará, ni puede permitir a otros que decidan por él, acomodándose a la moda del último minuto, a la más reciente receta psicológica o a las «urgencias» con las cuales, de vez en cuando, los poderes dominantes encaminan la atención y las energías de la gente. El hombre sólo puede «pedir» esta salvación, esperarla y, una vez que la encuentra, dejarlo todo y aferrarse a ella.
«Queremos ver a Jesús». El grito de los griegos es también nuestro grito, porque es el grito de cada hombre. La respuesta del Redentor es misteriosa, pero Él escuchó atentamente la petición que Andrés y Felipe le hicieron, como siempre escucha nuestras peticiones, y responde a ella: «Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12,24).
3. ... había algunos griegos, acercándose a Felipe le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús»
Yo, ¿quiero, de verdad, ver a Jesús? ¿Cómo lo busco? ¿Cómo debería hacerlo? ¿Dónde lo busco? ¿Cuándo lo busco? ¿Para qué lo busco? ¿Qué he descubierto en Jesús que me anima a seguir buscándolo? ¿Quién es Jesús para mí?
Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
También hoy hay muchos hombres y mujeres que, aún sin saberlo, buscan a Jesús, quieren verlo, porque en el fondo tienen necesidad de trascendencia, tienen sed de infinito. ¿Cómo acerco a las personas a Jesús? ¿Presento ante Jesús a aquellos que lo buscan? ¿Soy un instrumento para la evangelización de las personas que me rodean? ¿Qué tendría que hacer y cómo tendría que hacerlo? ¿Cómo suscitar en los demás el deseo y la necesidad de encontrarse con Jesús? ¿Nuestra forma de vivir el Evangelio interroga a los demás y les lleva a preguntarse por Jesús?
... Si el grano de trigo muere, da mucho fruto.
He aquí una afirmación desafiante y provocativa. Jesús sabe que han tramado su muerte, pero no huye. Olvidándose de sí mismo está decidido a dar la vida a los demás. Jesús es claro. No se puede engendrar vida sin dar la propia. No se puede hacer vivir a los demás si uno no está dispuesto a “des-vivirse” por los otros. La vida es fruto del amor, y brota en la medida en que nos entregamos. El fruto comienza en el mismo grano que muere. Así sucede también en la vida. El don total de sí es lo que hace que la vida de una persona sea realmente fecunda. ¿Cómo tendría que vivir mi vida para fuese realmente fecunda? ¿Qué actitudes deberían morir en mí para que en mí naciese “el hombre” nuevo? ¿Cómo hacer de mi vida una entrega para los demás? Sabemos que ya los frutos comienzan por las semillas, por tanto ¿qué semillas tendría que enterrar para dar los frutos que se espera de mí? ¿Qué conversión personal y pastoral necesito y necesita nuestra Iglesia para asemejarse más a Jesús?
Pero también sabemos que nuestra propia muerte física es la puerta para la vida eterna. ¿Cómo vivo en mi vida esta verdad de fe, con confianza, con miedo, con incertidumbre...? ¿Cómo lo anuncio a los demás?
El que quiera servirme, que me siga...
Quien quiera ser su discípulo, ha de estar dispuesto a seguir y compartir su suerte en la muerte y en la vida. Por eso nos invita a seguirle. ¿Cómo está siendo mi seguimiento de Jesús?¿Qué tipo de servicio estoy realizando en nombre de Jesús?
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?
Jesús confiesa que se encuentra profundamente abatido y que siente deseos de evadirse de ese trance. Pero reacciona reafirmándose en su decisión. ¿Qué cosas agitan mi alma? ¿Qué preocupaciones me angustian? ¿He buscado evadirme, en alguna ocasión, de la realidad que me ha tocado vivir o le hago frente con la ayuda del Espíritu Santo?
... por esto he venido, para esta hora...
No se trata de escudarse pensando que hay momentos oportunos para vivir en el horizonte de Dios y de su plan y otros que no tienen importancia. Se trata de vivir toda la vida, cada momento, siguiendo a Jesús y recorriendo su camino. ¿Vivo el momento presente como un momento de gracia, un tiempo de Dios, o permanezco sin comprometer mi vida, esperando que llegue un tiempo que yo considere oportuno? ¿Soy consciente de que el “Reino” ya ha llegado, está entre nosotros, y en consecuencia, vivo mi vida?
La vida está llena de preguntas, de encuentros, de señales. Muchas veces, sin embargo, pasa desapercibida. Nada de lo que acontece, nada de lo que vivimos, nada de lo que vemos y escuchamos nos llama la atención. Y, sin embargo, “es la hora”. Dios se está haciendo presente. Son señales de Dios. ¿Soy capaz de hacer una lectura creyente de la realidad que vivo?
Padre, glorifica tu nombre.
Seguir a Jesús, continuar su obra, anunciar la buena nueva, evangelizar, es dar la vida para que el Padre sea glorificado. ¿Qué obras realizo por las cuales estoy glorificando a Dios?
«Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros...»
Dios sigue manifestándose para que nosotros percibamos su salvación, su gloria. Y lo hace ahora, aquí y allá. El verdadero discípulo está atento a todos los signos de los tiempos, sabe percibir la voz, y la gloria de Dios, se alegra de ello y acoge y da respuesta a las preguntas e interrogantes de todas las personas que buscan y piden. ¿Dónde descubro más claramente la voz de Dios? ¿Dónde veo más nítidamente su presencia? ¿Qué tendría que hacer para descubrir a Dios en todo lo que acontece?