I. Esto dice el Señor Dios: Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado: la plantaré en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas. Con estas bellas imágenes nos recuerda el profeta Ezequiel, en la Primera lectura de la Misa, cómo Dios se vale de lo pequeño para actuar en el mundo y en las almas. Es también la enseñanza que Jesús nos propone en el Evangelio. El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.
El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos y sin medios materiales: eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes. Es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo y teniendo enfrente innumerables trabas y contradicciones. Con la parábola del grano de mostaza –comenta San Juan Crisóstomo– les mueve Jesús a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo.
Somos nosotros también ese grano de mostaza en relación a la tarea que nos encomienda el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance, nuestros escasos talentos y la magnitud del apostolado que hemos de realizar; pero tampoco debemos dejar a un lado que tendremos siempre la ayuda del Señor. Surgirán dificultades, y seremos entonces más conscientes de nuestra poquedad. Esto nos debe llevar a confiar más en el Maestro y en el carácter sobrenatural de la obra que nos encomienda. «En las horas de lucha y contradicción, cuando quizá “los buenos” llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. —Y dile: “explícame la parábola”.
Si no perdemos de vista nuestra poquedad y la ayuda de la gracia, nos mantendremos siempre firmes y fieles a lo que Él espera de cada uno; si no mirásemos a Jesús, encontraríamos pronto el pesimismo, llegaría el desánimo y abandonaríamos la tarea. Con el Señor lo podemos todo.
¿Estoy convencido de que sólo sintiéndome un regalo de Dios puedo yo convertirme en don para los demás?
II. Los Apóstoles y los cristianos de los comienzos encontraron una sociedad minada en sus cimientos, sobre la que era prácticamente imposible construir ningún ideal. Desde el seno de esta sociedad los cristianos la transformaron; allí cayó la semilla, y de ahí al mundo entero, y aunque era insignificante llevaba una fuerza divina, porque era de Cristo. Los primeros cristianos que llegaron a Roma no eran distintos de nosotros, y con la ayuda de la gracia ejercieron un apostolado eficaz, trabajando duro, en las mismas profesiones que los demás, con los mismos problemas, acatando las mismas leyes, a no ser que fueran directamente en contra de las de Dios. Verdaderamente, la primitiva Cristiandad, en Jerusalén, Antioquía o Roma, era como un grano de mostaza, perdido en la inmensidad del campo.
¿Cuáles son los obstáculos hoy? Los obstáculos del ambiente no nos deben desanimar, aunque veamos en nuestra sociedad signos semejantes, o iguales, a los del tiempo de San Pablo. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano. No dejemos de llevar a cabo aquello que está en nuestra mano, aunque nos parezca poca cosa –tan poca cosa como unos insignificantes granos de mostaza–, porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto dará sus frutos. Quizá ese «poco» que sí está a nuestro alcance puede ser aconsejar a la vecina o al compañero de la Base un buen libro que hemos leído; ser amable con un compañero; comentar un buen artículo del periódico; prestar esos pequeños servicios que entraña toda convivencia; rezar por el amigo enfermo (o por el hijo del amigo), pedir que recen por nosotros, facilitar la Confesión... y, siempre, una vida ejemplar y sonriente. Toda vida puede y debe ser apostolado discreto y sencillo, pero audaz. Y esto será posible, como quiere el Señor, si nos mantenemos bien unidos a Él, si procuramos huir seriamente del aburguesamiento, de la tibieza, de la desgana: «Este tiempo que nos ha tocado vivir requiere de modo especialísimo que sintamos seriamente el deber de mantenernos siempre vibrantes y encendidos. Pero lo lograremos, únicamente, si luchamos. Solo el que se esfuerza con tenacidad se hace idóneo para este servicio de paz –de la paz de Cristo– que hemos de prestar al mundo». ¿Me siento a gusto con la gente sencilla y humilde? ¿Me encanta trabajar con ellos y aprender de ellos?
III. El anuncio del Evangelio, significó para familias enteras un cambio radical de vida y la salvación eterna; para otros resultó escándalo y, para muchos, necedad. San Pablo declara a los cristianos de Roma que él no se avergüenza del Evangelio, porque es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree. Y comenta San Juan Crisóstomo: «Si hoy alguien se te acerca y te pregunta: “Pero ¿adoras a un crucificado?”, lejos de agachar la cabeza y de sonrojarte de confusión, saca de este reproche ocasión de gloria, y que la mirada de tus ojos y el aspecto de tu rostro muestren que no tienes vergüenza. ¿Cuál es tu testimonio?
De los primeros cristianos debemos aprender nosotros a no tener falsos respetos humanos, a no temer el «qué dirán», a mantener viva la preocupación de dar a conocer a Cristo en cualquier situación en la que nos encontremos, con la conciencia clara de que es el tesoro que hemos hallado, la perla preciosa que encontramos después de mucho buscar. La lucha contra los respetos humanos no debe cesar en ningún momento, pues no será infrecuente el encontrar un clima adverso, cuando no escondemos nuestra condición de cristianos que siguen a Jesús de cerca y quieren ser consecuentes con la doctrina que profesan. Muchos que se dicen cristianos, pero con una postura poco valiente a la hora de dar testimonio de su fe, parecen valorar más la opinión de los demás que la de Jesucristo, o se dejan llevar por la fácil comodidad de seguir la corriente, de no significarse, etc. Esta actitud revela debilidad de carácter, falta de convicciones profundas, poco amor a Dios. Es lógico que alguna vez nos cueste comportarnos como somos, como cristianos que quieren vivir la fe que profesan en todos los momentos y situaciones de su vida; y esas serán excelentes ocasiones para mostrar nuestro amor al Señor, dejando a un lado los respetos humanos, la opinión del ambiente, etc., pues no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor, exhortaba San Pablo a Timoteo, a quien él mismo había acercado a la fe.