El Pan Vivo
I.
Leemos en la Primera lectura de la Misa que el Profeta Elías, huyendo
de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y
difícil viaje se sintió cansado y deseó morir . Lo que no hubiera
logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el
Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.
El
monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el
trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro
paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones, cansancio
y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la
esperanza. De manera semejante al Ángel, la Iglesia nos invita a
alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo
Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontramos siempre las
fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra
flaqueza.
A
la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del
Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o
provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo
para las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático
para designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular
la Sagrada Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la
última y definitiva etapa del viaje hacia la eternidad. Fue costumbre en
los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados, sobre
todo cuando ya se avecinaba el martirio.
Hemos
de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida,
pero especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se manifestará
en una mejor preparación, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con
la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al Profeta Elías,
las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra
santidad.
II.
Yo soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa(...).
Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es
mi carne para la vida del mundo.
Hoy
nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de recibirle en la
Sagrada Comunión para participar en la vida divina, para vencer en las
tentaciones, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia
recibida en el Bautismo. El que comulga en estado de gracia, además de
participar en los frutos de la Santa Misa, obtiene unos bienes propios y
específicos de la Comunión eucarística: recibe, espiritual y realmente,
al mismo Cristo, fuente de toda gracia. La Sagrada Eucaristía es, por
eso, el mayor sacramento, centro y cumbre de todos los demás. Esta
presencia real de Cristo da a este sacramento una eficacia sobrenatural
infinita.
No
hay mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor. Cuando deseamos
darnos a los demás, podemos entregar objetos de nuestra pertenencia como
símbolo de algo más profundo de nuestro ser, o dar nuestros
conocimientos, o nuestro amor..., pero siempre encontramos un límite. En
la Comunión, el poder divino sobrepasa todas las limitaciones humanas, y
bajo las especies eucarísticas se nos da Cristo entero. El amor llega a
realizar su ideal en este sacramento: la identificación con quien tanto
se ama, a quien tanto se espera. «Así como cuando se juntan dos trozos
de cera y se los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una
cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su
preciosa Sangre» Verdaderamente, no hay mayor felicidad, ni bien mayor,
que recibir dignamente en la Sagrada Comunión a Cristo mismo.
El
alma no cesa en su agradecimientos si –combatiendo toda rutina– trae a
menudo a su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada Eucaristía
produce en la vida espiritual efectos parecidos a los que el alimento
material produce en el cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la
debilidad y la muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados
veniales, que causan la debilidad y la enfermedad del alma, y nos
preserva de los mortales, que le ocasionan la muerte. El alimento
material repara nuestras fuerzas y robustece nuestra salud. También «por
la frecuente o diaria Comunión, resulta más exuberante la vida
espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de virtudes y se da
al que comulga una prenda aún más segura de la eterna felicidad» Del
mismo modo como el alimento natural permite crecer al cuerpo, la Sagrada
Eucaristía aumenta la santidad y la unión con Dios, «porque la
participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino
transfigurarnos en aquello que recibirnos»
La
Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar; nos impulsa a
realizar el trabajo diario con alegría y con perfección; nos fortalece
para llevar con garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades y
tropiezos de la vida ordinaria.
El
Maestro está aquí y te llama10, se nos dice cada día. No desatendamos
esa invitación; vayamos con alegría y bien dispuestos a su encuentro.
Nos va mucho en ello.
III.
Son muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan
frecuente el encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está
preparado y son muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos
vamos a excusar nosotros? El amor desbarata las excusas.
El
deseo y el recuerdo de este sacramento podemos mantenerlo vivo a lo
largo del día mediante la Comunión espiritual, que «consiste en un deseo
ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato amoroso como si
ya lo hubiésemos recibido». Nos trae muchas gracias y nos ayuda a vivir
mejor el trabajo y las relaciones con los demás. Nos facilita tener la
Santa Misa como el centro del día.
También
es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es «prueba de gratitud,
signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor» Ningún lugar
como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y personales
que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio
con el Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la
historia de los santos, y donde nace el impulso para la oración
continuada en el trabajo, en la calle..., en todo lugar. El Señor
presente sacramentalmente nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues
su Corazón, que sigue latiendo de amor por nosotros, es «la fuente de
la vida y de la santidad» nos invita cada día a devolverle esa visita
que Él nos ha hecho viniendo sacramentalmente a nuestra alma. Y nos
dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para
descansar un poco.
Junto
a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido, fortaleza para
cumplir acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los demás. «Y
¿qué haremos, preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle,
alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de
un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento
en vista de una fuente cristalina?»